miércoles, 2 de diciembre de 2009

The Crazy Twilight Zone - I


Llevo unos días persiguiendo, literalmente, un sueño.
Tras estar en cama debido a la gripe, mi cuerpo se ha amodorrado, acostumbrándose a dormir más horas de las que yo realmente necesito. Y eso es porque, seguramente, todavía se siente débil tras salir de la gripe.
Pues bien, en esas horas del sueño en que la luz y la palabra se tornan de uso escaso y se convierten en preciado tesoro, me puse a dormir.
Y ¿qué tendrá eso de raro?
Primeramente, que no me costó en absoluto realizar la carrera que a menudo se me hace eterna hasta el Reino de Morfeo. Segundo, que caí en un sueño tan profundo que incluso me lo creí. Y tercero, que fue la ostia de especial. Tan especial que me ha llevado de cabeza un par de días.
Y eso por eso que con este post, decido inaugurar esta serie sobre cosas extrañas e incomprensibles que, bien pueden pasarnos o, bien podemos imaginar.
La noche del sábado, no salí, me quedé en casa. A los pocos minutos de pasada la medianoche, recosté mi cabeza sobre la almohada, dispuesta a pelearme y combatir con ella, por lo menos, durante una hora.
Pero ese día no, ese día no hubo batalla.
Mis ojos se cerraron para dar paso al descanso de mi ser pero, horas más tarde, cuando el cuerpo quedó frito entre las sábanas, mi mente se elevó a otra dimensión, un paradero desconocido.
Un camino de piedras se extendía bajo mis pies que, con unos zapatitos de niña, se dirigían hacía un extraño y lujoso edificio, que vendría a ser como la típica casa embrujada.


Una vez allí, resultaba ser un colegio italiano de intercambio. Pero las cosas de aquella Italia, nada tenían que ver con la actual Península del jodido Berlusconi. Se había erigido en el poder algo menos que tirano que, desde su conservadurismo, dirigía el país con mano firme y vara de hierro. Y más aún en aquel internado.
Cómo en el sueño era de día, todo parecía más ameno: la gente era simpática, aunque te trataban de una forma un tanto fetichista, en el sentido de que el individuo no era concebido tanto como tal, como por sus bienes. Vamos, que era un cole de pijos y además estaban internos. Y la gente que estaba allí de intercambio, pues por cojones, también tenían que estar internos. Cómo había llegado yo a aquel lugar y a aquella situación, se me rebelaría poco después de cruzar el umbral que dividía la inmensidad del exterior, con el bullicio y las hormonas que reinaba en aquel castillo.
Un buen amigo, a quien tendré a bien no nombrar, tomaba mi mano nada más entrar y me pedía que nos escapáramos de aquel horrible lugar. Arremetí diciéndole que eso nos pasaba por haber cogido una oferta de viaje tirada de precio, que aquellos inconvenientes, eran los habituales en ese tipo de cruzadas aventureras. Por lo visto, estábamos allí de viaje de placer, pues juntos, íbamos a descubrir Italia.
Pero nuestro destino se había tornado obscuro e incierto. No teníamos como volver a casa y tampoco como salir de aquel país donde la dictadura, pese a nos ser nombrada como tal, se intuía de los comportamientos ajenos.
El chico y yo, fuimos separados y él fue conducido al despacho del director, mientras a mi me llevaron a la que en teoría era mi habitación.
Se trataba de un aposento bonito, con los muebles de madera hechos a mano, una cama con el cabezal y los pies de hierro forjado, un cesto de mimbre y un secreter/escritorio, dónde tenía que dedicarme a estudiar.
Y allí me pasaba sentada, estudiando, a la par que oyendo los agónicos gritos de mi compañero de aventuras en el despacho del director, tras unos golpes secos, como de caña. Y caía la noche.
La luna llena brillaba en la oscuridad del valle donde estaba situado el edificio y entraba por los ventanales de mi habitación. Una antigua vía de tren pasaba por el lado izquierdo del castillo, dándole a la imagen un toque muy romántico.
Los gritos se habían silenciado y, a la luz de una vela a la que apenas le quedaba cera, cerré mis ojos.
Y se me hizo raro hacer como que dormía, mientras realmente estaba durmiendo. Tuve una inquietante sensación, como de duermevela, como si se pudiera durante el sueño, ponerse a dormir uno.
Se ve que sí.
El día siguiente amaneció anaranjado, del tono de las hojas de los árboles en otoño. Amarillos aquí, marrones allí, rojizos más allá…
Ahora, me encontraba sentada sobre la antigua vía del tren, mientras un grupo de niñas saltaban a la cuerda entonando canciones de patio de colegio. Con mis ojos clavados en la puerta de aquel internado, pude ver que mi compañero de viaje, salía con sus maletas. Tenía en su rostro el gesto del abandono, del darse por vencido y, por su caminar, parecía que le dolían las nalgas. Me miró e intenté saludarle con la mano, pero él bajó la cabeza y desapareció bajo mis pies, entre los matorrales de la loma del montículo sobre el que se alzaba antaño el raíl y donde yo estaba encaramada.
Triste como un adorno navideño abandonado en la playa, volví a aquella idílica habitación y me eché a llorar en la cama. Uno de esos llantos de soledad, de hastío, de pena… Y lloré tanto en sueños que me dormí de nuevo.
¡Coño Laurique, otra vez imaginando que duermes mientras estas durmiendo! ¿Pero cuánto sueño tienes?
Eso era algo que no tenía razón de ser en aquella dimensión paralela.
Al despertar, el panorama era muy distinto. Seguía en una habitación, pero esta era muy distinta. Era blanca, completamente, bañada por una luz azul, como de un filtro de simulación de noche americana, dando un ambiente tenue, maligno, frío y perturbador. Oh, no, estaba en la habitación de la niña Reagan, la protagonista de El Exorcista, en la escena de ese tenso final.


Al contrario de asustarme en aquella atmósfera, sentí paz. Una sensación de espació, de estar entre las nubes, de poder rozar el cielo en un gemido, en una respiración. Disfruté del tacto de las blancas sábanas, de aquella luz azul que invitaba a deleitarse con cánticos de sirena pero… ¿cómo había llegado hasta allí?
Me dirigí a la ventana para ver si seguía hallándome en aquel internado rodeado del paisaje estepario y arenisco, del color de la arcilla. Pero lo que vi, fue distinto: un pueblecito que americano que bien podría situarse en Washington, Dakota, Montana o Nebraska. Uno de esos que se encuentran muy al norte. Me deleité con los tejados de las casas, y las luces que en las ventanas, se apagaban y se encendían. Me dí la vuelta para volver a aquella acolchada y sedosa cama cuando oí un tintineo tras de mi y al darme la vuelta, vi como un niño vampiro, quería adentrarse en mi habitación por la ventana.


¡Era el niño levitante de Salem’s Lot!
No pude contener el miedo e hice la tontería instintiva que hacemos de pequeños cuando nuestra imaginación nos hace pensar en cosas que dan canguelo: me tapé con la sábana y el edredón, cubriéndome la cabeza, sin hacer ruido como si el hecho de que nadie me viera bajo la ropa de cama, pudiera hacerme desaparecer de aquel lugar.
Y en cierta manera, eso fue lo que pasó.
Cuando, para saciar mi curiosidad, aparté las sábanas para ver de nuevo al niño-vampiro, ya era de día.
No sólo había transcurrido el tiempo, sino que aquella habitación del exorcista, ya no era la misma. La película que había en mi cabeza se había tornado de colores azafrán-pastel.
Lo que más me quedó de la etapa hasta aquí narrada del sueño interdimensional, fue la cohesión del color escena por escena: la noche que da pie a las historias de terror, se presentaba en mi cabeza de un color azul; mientras, el drama de vivir en un internado por vacaciones era de todos habituales como si a la larga del tener que estar encerrado a la fuerza en un lugar, hiciera que todo nos parecía natural y cuotidiano, pintándose de tonos terrenales.


De repente, dos personas se adentraron en la habitación, sin llamar, sin pedir permiso, sin preocuparse si la estancia estaba ocupada. Pude ver que al otro lado de la puerta, había una cinta de esas de plástico que se usan para establecer un cordón policial.
Las dos personas, que eran hombres, parecían no verme. Ajenos a mi saludo, hablaban señalando algo en el suelo. Como no pude evitarlo, saqué mi despeinada cabeza para ver de qué hablaban.
La típica silueta de asesinato se dibujaba a los pies de la cama. Una pistola a un lado, un espejo roto al otro, pero ningún cuerpo.
Y obviamente el mío no podía ser, ya que me lo palpé para notar si estaba entero en su sitio.
Los dos hombres seguían ignorando mi presencia, aunque me hallaba sentada encima de la cama. Puse la oreja para ver si pillaba alguna explicación. Parecían hablar de un juez corrupto que tenía unas deudas y había optado por el suicidio, pero también se barajaba el asesinato a manos de: a) su hija (de la cual abusaba y a quien explotaba de martes a jueves), b) su amante (un joven estudiante inglés de Plymouth), c) un preso fugado al cual el juez había condenado y d) un vecino del pueblo al cual, presuntamente, el juez le había arrebatado las propiedades de unas tierras.
Adentrada ya en el relato, y haciendo cavilaciones sobre lo que había podido pasar en una dimensión paralela mientras yo me hallaba pasando miedo bajo las sábanas de una cama que, obviamente no era la mía, en una habitación extraña… solo quería saber el final de la historia. Como cuando estas viendo una película que parece que va a tener un final apoteósico.
Pero nada de este relato tendría sentido si no hubiera sido por mi perro.
Cuando mi padre no está, me toca sacarlo a mí por las mañanas. Así que mi querido canino, vino a darme con sus patitas en la cama (la real) donde yo estaba durmiendo y teniendo aquellos intrigantes sueños.
Y me despertó.
Y así me quedé con ganas de saber como terminaba el caso del juez corrupto.
Pero no perdí la esperanza.
Al día siguiente me acosté con el propósito de regresar a aquella habitación donde se había perpetrado el supuesto crimen. Pero los caminos de la onírica y la mente dormida son aún desconocidos e inseguros y, cuando decidí volverme a adentrar en aquel misterio a caballo entre una novela de Stephen King y una película de Lynch para poder disfrutar de un buen final, la montaña rusa de mi imaginación me llevó a un lugar bien distinto…


… CONTINUARÁ

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